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jueves, 10 de febrero de 2022

El tiempo del recao

                                                         El tiempo del recao


                                                           Autor: José Luis Sierra López

 

     Mi padre leía contadores de casas en Fuentes Fluviales. Imagino que su sueldo era modesto y, aunque no teníamos ningún lujo, siempre teníamos, como dicen por ahí, comida en la mesa. Algunos momentos más que otros.
     Para esa época, la Autoridad pasaba por periodos álgidos de huelgas que duraban meses y los trabajadores no cobraban. Esas luchas son importantes. En esos y otros momentos difíciles, mis padres ingeniaron una elaborada estrategia para hacer y vender sofrito. Mi padre separó la tierra del patio con precisión y sembró ajicitos, cilantrillo y, por supuesto, recao.

     Mi madre recibía las órdenes con los respectivos frascos. Es decir, las personas llegaban a casa con uno o varios frascos vacíos de cristal, de café, aceitunas, ajo molido, lo que fuera. Dependiendo del tamaño del frasco mi madre, a ojo calculaba su valor, “$3, $4, $5…” A mí siempre me parecía una habilidad magistral. Luego que ellos hacían el molido (el cual dura tres días en la nariz) íbamos por todo el vecindario a repartirlos.

     Mami le ponía un pedazo de cinta adhesiva con el nombre que correspondía, aunque en realidad ella recordaba muy bien quién le había traído qué pote. No me molestaba cargarlos en bolsas a pie, pero el tintineo del roce de los cristales me asustaba porque pensaba que se romperían.

     En navidad agregaban el tembleque a la oferta. Mi padre, como no podía ser sencillo, tumbaba cocos, los molía y los exprimía con un pañuelo para hacer la leche.

     Ellos se las arreglaban. Mis hermanos eran pequeños y yo, aunque mayor, un nene también. Por supuesto, unos días eran mejores que otros.

    Nunca olvido la noche de los coditos. No tengo mucho que contar. Solo eso apareció en el plato. Sin embargo, no es lo que vive más preciso en mi memoria. Nada como el silencio cargado de mis padres en aquella mesa.

     No era tristeza, tampoco cansancio. Era ese sonido de la nada que te hinca el corazón como poema de Neruda. Nadie decía palabra. Mi padre estaba serio y sabíamos que era uno de esos días que había menos.

     Nunca sufrimos. Más me dolía su tristeza que los coditos. Da igual. Un día uno come más que el otro. Así es. La comida del pobre llega toda junta.

Y venían tiempos mejores. Navidades con pasteles en el freezer. Otros tiempos. Otros cuentos.

No hace mucho recogía acerolas en el patio y vi algunas matas de recao que todavia vivas, se asomaban, como atrevidas. Algo sonreídas. 

El recao también sabe que así son los tiempos…


jueves, 27 de enero de 2022

Escaparse sin miedo

Escaparse sin miedo

     Esa tarde, mister Torres le pidió que se acercara a la puerta del salón donde se encontraba conversando con otro individuo. Levanté la cabeza, vi al mister haciéndole señas con los dedos y volví a enfocarme en mi dibujo del súper turbo de carrera último modelo. Un par de segundos después, cuando volví a mirar, Torres le sostenía la barbilla y sonreía. El maestro de Educación física no era precisamente el mejor. En realidad, pasábamos bastante tiempo dibujando o hablando unos con otros. Una escuela intermedia como esta, entre medio de la elemental y la superior al otro lado, es como tres puntos suspensivos en el aire, o, como diría mi abuela, un tipo de purgatorio. No éramos suficientemente pequeños para estar en una o grandes para hablar con los otros. 

     Torres era bastante joven, delgado y con algo de pelo en la cara. Eso último era con lo que soñábamos todos, aunque en realidad no era él la persona que queríamos ser. Tenía una sonrisa falsa y tan pronto la gente daba la espalda, su cara cambiaba su cara sonreída a la expresión opuesta. Nos dejaba solos bastante tiempo en el salón para ir a montarle conversación a todas las maestras jóvenes del plantel. Algunas lo veían venir de lejos y cerraban las puertas.

     Dibujábamos en nuestras libretas cuando apareció otro como él. También alto y, por su actitud, uno de esos que creen que todas las nenas se babean cuando pasan. No lo había visto antes, no era alguien de la escuela. Hablaban en la puerta del salón y decían cosas, parece que graciosas, que no podíamos escuchar. Entonces se volteó hacia el grupo y lo llamó. Estaba sentado dos filas a mi derecha. Caminó lento, algo asustado y llegó a donde estaban ambos. Me dio curiosidad, desgarré el papel en el que dibujaba de la libreta con la excusa de llevarlo al zafacón que se encontraba a unos pies de ellos. Vi a Torres sosteniéndole la barbilla mientras se reían diciéndo a carcajadas:

     ― ¿Verdad que parece una nena? ¡Una misma nena parece! ¡Mírale la carita!.    

     Lo vi cerrar los ojos mientras el espectáculo terminaba. Luego de varias carcajadas lo soltó con desprecio y le ordenó regresar a su asiento. Callado, volvió al dibujo que llevaba a medias hasta que el timbre sonó.

     La guagua de siempre. Tarde. Olorosa a humentín y hollín viejo. Entramos ordenadamente. Yo después de él. Caminé hasta donde se sentó y le hice señas de que se corriera para compartir aquel desgastado penúltimo asiento. Ese día los de atrás no le golpearían la cabeza si yo estaba allí sentado. Me volteé y los miré con cara de enojo. Él miraba por la ventana medio abierta, sin hablar y sin moverse mucho; como cuando se observa lo que no se va a mover nunca, algo así como el horizonte que dice la maestra de ciencias.

     Le ofrecí un chocolate, lo miró sin ganas, agitó la cabeza en negación y continuó viendo hacia afuera… Mirar afuera sin hablar no siempre es bueno. Es como querer estar en otro lugar. Así como escaparse. Escaparse sin miedo.