Escaparse sin miedo
Esa tarde, mister Torres le pidió que se
acercara a la puerta del salón donde se encontraba conversando con otro
individuo. Levanté la cabeza, vi al mister haciéndole señas con los dedos y
volví a enfocarme en mi dibujo del súper turbo de carrera último modelo. Un par
de segundos después, cuando volví a mirar, Torres le sostenía la barbilla y
sonreía. El maestro de Educación física no era precisamente el mejor. En
realidad, pasábamos bastante tiempo dibujando o hablando unos con otros. Una
escuela intermedia como esta, entre medio de la elemental y la superior al otro
lado, es como tres puntos suspensivos en el aire, o, como diría mi abuela, un
tipo de purgatorio. No éramos suficientemente pequeños para estar en una o
grandes para hablar con los otros.
Torres era bastante joven, delgado y con
algo de pelo en la cara. Eso último era con lo que soñábamos todos, aunque en
realidad no era él la persona que queríamos ser. Tenía una sonrisa falsa y tan
pronto la gente daba la espalda, su cara cambiaba su cara sonreída a la expresión opuesta. Nos
dejaba solos bastante tiempo en el salón para ir a montarle conversación a
todas las maestras jóvenes del plantel. Algunas lo veían venir de lejos y
cerraban las puertas.
Dibujábamos en nuestras libretas cuando
apareció otro como él. También alto y, por su actitud, uno de esos que creen que todas las nenas
se babean cuando pasan. No lo había visto antes, no era alguien de la escuela.
Hablaban en la puerta del salón y decían cosas, parece que graciosas, que no
podíamos escuchar. Entonces se volteó hacia el grupo y lo llamó. Estaba
sentado dos filas a mi derecha. Caminó lento, algo asustado y llegó a donde estaban ambos. Me dio curiosidad, desgarré
el papel en el que dibujaba de la libreta con la excusa de llevarlo al zafacón
que se encontraba a unos pies de ellos. Vi a Torres sosteniéndole la barbilla mientras
se reían diciéndo a carcajadas:
― ¿Verdad que parece una nena? ¡Una misma
nena parece! ¡Mírale la carita!.
Lo vi cerrar los ojos mientras el
espectáculo terminaba. Luego de varias carcajadas lo soltó con desprecio y le
ordenó regresar a su asiento. Callado, volvió al dibujo que llevaba a medias
hasta que el timbre sonó.
La guagua de siempre. Tarde. Olorosa a
humentín y hollín viejo. Entramos ordenadamente. Yo después de él. Caminé hasta donde se sentó y le hice señas de que se corriera para compartir aquel desgastado penúltimo asiento. Ese día los de atrás no le
golpearían la cabeza si yo estaba allí sentado. Me volteé y los miré con
cara de enojo. Él miraba por la ventana medio abierta, sin hablar y sin moverse
mucho; como cuando se observa lo que no se va a mover nunca, algo así como el
horizonte que dice la maestra de ciencias.
Le ofrecí un chocolate, lo miró sin ganas,
agitó la cabeza en negación y continuó viendo hacia afuera… Mirar afuera sin
hablar no siempre es bueno. Es como querer estar en otro lugar. Así como
escaparse. Escaparse sin miedo.