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jueves, 27 de enero de 2022

Escaparse sin miedo

Escaparse sin miedo

     Esa tarde, mister Torres le pidió que se acercara a la puerta del salón donde se encontraba conversando con otro individuo. Levanté la cabeza, vi al mister haciéndole señas con los dedos y volví a enfocarme en mi dibujo del súper turbo de carrera último modelo. Un par de segundos después, cuando volví a mirar, Torres le sostenía la barbilla y sonreía. El maestro de Educación física no era precisamente el mejor. En realidad, pasábamos bastante tiempo dibujando o hablando unos con otros. Una escuela intermedia como esta, entre medio de la elemental y la superior al otro lado, es como tres puntos suspensivos en el aire, o, como diría mi abuela, un tipo de purgatorio. No éramos suficientemente pequeños para estar en una o grandes para hablar con los otros. 

     Torres era bastante joven, delgado y con algo de pelo en la cara. Eso último era con lo que soñábamos todos, aunque en realidad no era él la persona que queríamos ser. Tenía una sonrisa falsa y tan pronto la gente daba la espalda, su cara cambiaba su cara sonreída a la expresión opuesta. Nos dejaba solos bastante tiempo en el salón para ir a montarle conversación a todas las maestras jóvenes del plantel. Algunas lo veían venir de lejos y cerraban las puertas.

     Dibujábamos en nuestras libretas cuando apareció otro como él. También alto y, por su actitud, uno de esos que creen que todas las nenas se babean cuando pasan. No lo había visto antes, no era alguien de la escuela. Hablaban en la puerta del salón y decían cosas, parece que graciosas, que no podíamos escuchar. Entonces se volteó hacia el grupo y lo llamó. Estaba sentado dos filas a mi derecha. Caminó lento, algo asustado y llegó a donde estaban ambos. Me dio curiosidad, desgarré el papel en el que dibujaba de la libreta con la excusa de llevarlo al zafacón que se encontraba a unos pies de ellos. Vi a Torres sosteniéndole la barbilla mientras se reían diciéndo a carcajadas:

     ― ¿Verdad que parece una nena? ¡Una misma nena parece! ¡Mírale la carita!.    

     Lo vi cerrar los ojos mientras el espectáculo terminaba. Luego de varias carcajadas lo soltó con desprecio y le ordenó regresar a su asiento. Callado, volvió al dibujo que llevaba a medias hasta que el timbre sonó.

     La guagua de siempre. Tarde. Olorosa a humentín y hollín viejo. Entramos ordenadamente. Yo después de él. Caminé hasta donde se sentó y le hice señas de que se corriera para compartir aquel desgastado penúltimo asiento. Ese día los de atrás no le golpearían la cabeza si yo estaba allí sentado. Me volteé y los miré con cara de enojo. Él miraba por la ventana medio abierta, sin hablar y sin moverse mucho; como cuando se observa lo que no se va a mover nunca, algo así como el horizonte que dice la maestra de ciencias.

     Le ofrecí un chocolate, lo miró sin ganas, agitó la cabeza en negación y continuó viendo hacia afuera… Mirar afuera sin hablar no siempre es bueno. Es como querer estar en otro lugar. Así como escaparse. Escaparse sin miedo.