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miércoles, 6 de junio de 2018

Video Introducción Tocando Fondo


Primeras páginas del libro

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Advertencia al lector o lectora


Advertencia al lector o lectora


Vivimos tiempos difíciles en los que se hace necesaria una profunda y seria reflexión sobre nuestra realidad social.
Este libro intenta señalar situaciones que han sido escondidas, ignoradas, malinterpretadas y desatendidas por muchos políticos, académicos, religiosos, literatos, medios de comunicación y otros sectores de nuestra sociedad. Desde una perspectiva crítica, Tocando fondo (Cuentos para discutir a Puerto Rico) se inspira en experiencias reales, noticias y anécdotas del penoso diario vivir puertorriqueño, de la amplia gama de situaciones terribles y fenómenos sociales preocupantes que ocurren en la Isla del Encanto. 
Tanto los cuentos de autoría individual como los colaborativos (¿Qué le pasa al Pato Donald?, Mírame a los ojos Felipe y dime, ¿qué diablos está pasando?, Conversación de Edna con su amiga y secretaria, Hoy duró poco la clase y El truco de Pito fueron escritos en colaboración) no pretenden juzgar sino provocar la reflexión; no pretenden decretar sino ser analizados. Porque dentro de cada cuento se encierra la necesidad, el dolor, el grito  o el silencio de un personaje que es parte de una dimensión que en muchas ocasiones no se ve y en otras se pretende no ver. Siendo historias reales matizadas por la magia de la técnica literaria, los relatos aquí incluidos intentan causar inquietud, escozor, preocupación; cualquier cosa que nos lleve a preguntarnos qué podemos hacer para lograr una sociedad más inclusiva, digna y tolerante.
Escribimos con la esperanza de que si estamos tocando fondo, decidamos como pueblo tomar impulso hacia arriba, hacia la superficie, hacia algo mejor…

Juan Carlos Rueda
José Luis Sierra

Cuento: El día que Luis Miguel perdió la voz


El día que Luis Miguel perdió la voz

Juan Carlos Rueda

Yo soy mexicano.
Luis Miguel

El día que el hombre pisó la Luna, la amigdalitis de Tarzán, el asesinato de Kennedy, la traición de Rita Hayworth, la cancelación del programa de televisión de La Comay: pellizco de ñoco todos. Porque estábamos segurísimos de que nunca olvidaríamos dónde pisábamos, qué hacíamos, cómo estábamos vestidos, qué habíamos comido el día que nos enteramos de aquella tragedia infinita. El apocalipsis y sus siete jinetes, la hecatombe griega, Troya revisited, el acabóse y la tángana final, el despelote del inquebrantable orden cósmico: Luis Miguel Gallego Basteri (el divo) o Luismi (para todos los que lo conocemos y queremos) había perdido la voz permanentemente. La Mariah Carey atrapada en el túnel siniestro de una depresión clínica; de loquero la Mariah. Sedada y en camisa de fuerza. México era el llano en llamas. Latinoamérica sumida en la anarquía más inverosímil. Hombres y mujeres tirándose a las calles con las fotos y pósters del dios. Las fans llorando desconsoladamente. Suicidios y huelgas de hambre a millón. Las multitudes prendiendo en fuego los cañaverales y volteando automóviles, rodeando los edificios y palacios de gobierno y reclamando de sus respectivas autoridades una acción inmediata (o una mentira piadosa que los tranquilizara).
En Puerto Rico la causa de Luismi logró aglutinar a los sectores musicales más lejanos. El país se detuvo. Y no era para menos. Era fundamental cooperar con esta frívola y noble causa y ¡arriba corazones! Miles faltamos a nuestros trabajos y marchamos por el Expreso Las Américas -o Luis A. Ferré, para variar- en solidaridad apasionada con el astro puertomejirricano con ciudadanía americana. Grupos representativos de los distintos fanclubs se nos unieron: las chicas y chicos neurasténicos, adoradores de la Shakira o la Gloria Trevi, las locas de la vida (fans perdidísimos de Alejandro Sanz, Miguel Bosé, Ricky Martin), las quinceañeras que vitorean y suspiran suspiritos calientes por el Chayanne o el Luis Fonsi, los raperos y reguetoneros urbanos, subterráneos y cacos, los sinfónicos cultos que tocan a Mozart y Bach en tempo impetuoso, las doñitas amas de casa de Puerto Nuevo y las secretarias de oficinas de gobierno, seguidoras incondicionales de Marco Antonio Muñiz, Chucho Avellanet o José José, los universitarios e intelectuales, amantes de Facundo Cabral, Alberto Cortez y Pablo Milanés: todos caminamos debajo de un sol corrosivamente tropical, animados por diversas consignas y cartelones. Esto no es vida sin Luismi. Luismi, tranquilo, Puerto Rico entero está contigo. En la vida hay cantantes que nunca pueden olvidarse. Queremos tanto a Glenda. Cambiamos a dos Cristian Castro por un Luis Miguel. Pero todo fue inútil. Con una faringitis cáustica e incurable nos habíamos tropezado.
Y así, despedazados, muertos por dentro, angustiadísimos, sin deseos de vivir, preguntándonos en voz alta quién nos endilgaría en adelante -con ese vozarrón de usted y tenga, de macho cabrío ¿mexicano?- esos boleros reciclados que tanto nos hacían soñar con un sueño imposible, marchamos desde la Avenida Piñero por todo el expreso para bajar por la Roosevelt Avenue hasta el estacionamiento del parque Hiram Bithorn. Y así terminó la manifestación de solidaridad con nuestro ídolo: en un tremendo parisón, fiestón, vacilón. Una súper tarima y siete orquestas de merengue y salsa de la gorda. De la clásica. Pa que bailara el bailador. (Todo transmitido en vivo por Puerto Rico TV, los tan culturales canales 6 y 3.) Y, por supuesto, muchos vendedores ambulantes hicieron también su agosto con los pósters de Luismi, sus cidís, su línea exclusiva de ropa interior (pirateada). Y las muchas banderitas de Puerto Rico que se vendieron ese día ondeaban por todas partes. Y un avión sobrevolaba con una gigantesca pancarta que leía: LUISMI ES PUERTORRO, PA QUE TÚ LO SEPAS. Los kioskos con cervecita fría, empanadillas, alcapurrias, pinchos, bacalaítos y rellenos de papa tampoco se hicieron esperar. Con la popculture puertorriqueña en todo su esplendor nos habíamos topado. Entonces comenzó el rumbón. Yo saqué a bailar -sin conocerla, por supuesto, así es aquí, y si no te gusta, vete- a una violinista de la Orquesta Sinfónica con la que me había entusiasmado. A mitad de Hay que buscar la forma de ser siempre diferente, cortesía de Richie Ray y Bobby Cruz, directamente de Miami, con su inigualable sonido bestiarrr, le grité yo a la violinista en cuestión mientras sacudíamos lo que la madre natura nos dio:
-¡Qué pena lo de Luis Miguel, ¿verdad?!
-¡¿Quién...?! -me respondió ella.
-¡Nada.  Olvídalo.  Oye,   te  mueves
bien... ¿Qué vas a hacer el viernes?!

Esperemos en ese Gran Poder de Dios que no se ponga gordo y pierda también la figura. Para que el mundo (y Puerto Rico) tengan paz. Pobre Luismi; tan lindo que cantaba...



Cuento: ¡Gracias a Dios que existen los moles!


¡Gracias a Dios que existen los moles!

José Luis Sierra

Las luces de Navidad vuelven a aparecer. Poco a poco van encendiéndose por aquí y por allá. Sobre todo, luego de la noche de acción de gracias. Qué bueno que pudimos dar gracias en el espíritu de esos hombres sacrificados que vinieron a rescatar tierras llenas de indios ignorantes… Aunque eso fue lejos de Puerto Rico, pero vale la pena dar gracias. Me gusta esa celebración: manteles finos, el pavo en la mesa, ¡tanta abundancia! Debo recordar darle las cosas que sobraron en mi casa al vecino. Él es voluntario de una iglesia o un programa ahí que les lleva comida a los vagabundos. Pobre gente… Bueno, en lo profundo no me dan tanta pena, solo que no me gusta verlos. Mi peor pesadilla sería tocarlos o que me tocaran. Qué horror
Hoy  voy  de  tiendas.  (¡Por  fin, un día libre!) Debo conseguir algunas cosas que necesito antes de que se agoten. Me pongo la ropa de mol. Le llamo ropa de mol porque es una ropa que debe tener cierta actitud. Como en los anuncios de televisión. Es un outfit que parece casual, pero que es de marca, por supuesto;  un outfit que debe tener cierto aire fashion, pero a la vez debe parecer uno al que no se le ha dedicado demasiada atención.
¡Gracias a Dios que existen los moles, no seríamos nada sin ellos! Bueno, algunos moles, porque la verdad es que -como dice mi amiga Jackeline- hay una gran diferencia entre Plaza las Américas y Plaza Carolina. Una diferencia fundamental. ¡LA GENTE! Qué bárbaros. Mira que en Cacolina hay cacos... Ella dice que en Carolina las mujeres andan en rolos por todo el mol, como si nadie las viera, o con chancletas metedeo. Mi amiga sabe de esas cosas, ella es trabajadora social y para eso estudió.
Por  supuesto  que  no  iré  a  Plaza Carolina. No estoy en el mood de ver rolos ni dubidubis. Me monto en mi guagua, con cierto aire y con mucha gracia. Es como si fuera con algo de prisa, pero con todos los movimientos calculados: hombros arriba, gracioso contoneo de caderas y, finalmente, subo los pies. Cierro la puerta y sonrío (como si alguien me estuviera viendo). Quizás parezca gigantesca la guagua para mi delicado cuerpo, pero, bueno, es cuestión de hacer el contraste: una mujer siempre debe verse delicada. Prendo el aire porque hace calor. Y también porque es importante que el aire me mueva  el  pelo. Hay que mostrarle  a  todo  el mundo que el pelo de una es lacio y se mueve con facilidad.
Me encanta admirar los billboards en la carretera. Esa gente tan bella... Esos modelos son todo blanquedad y flacura. Esos pelos tan lacios… Ojalá me viera como ellos cuando me miro en el espejo. ¡Qué chavienda! Aquí en el mol nunca hay parkin. Y esas filas tan  largas en esta época... Sin duda, un problema que el gobierno o alguien debería resolver. Mucha de esa gente viene a gastar el dinero que reciben del PAN. Aprovechados. ¿Y esos viejos imprudentes en las filas? Debería haber una fila especial para ellos, como en el banco.
De regreso a mi casa, me recreo mirando los adornos navideños que los vecinos de mi calle han puesto en sus patios. Parece que están de moda esos muñecos inflables. Están por todas partes. Se ven tan bonitos... Para ver mejor necesito quitarme las gafas de sol.  Este  país  es  tan  caliente, uf, hasta en navidad hace calor. Mira qué lindo ese: un venadito. Está dentro de una bola y cae nieve. Muy cute. De veras que los que hacen esos adornos se las traen, porque mira que se ven lindos. Muy dentro de mí los prefiero a otros que venden por ahí. ¿Cómo se les ocurre que voy  a poner un establo con vacas y bueyes en mi sala?
Mi jefe… Lo acabo de recordar. De él no me puedo quejar. Siempre me saluda y me llama aparte para ver cómo van las ventas. La gente dice que se la pasa jugando golf y que el viento fuerte que se escucha cuando llama es porque siempre está jugando. Bueno, para eso es el dueño, él se lo ha ganado. Mi jefe es muy elegante y tiene un mega carro. Solo superado por el Bentley del legislador ese, cómo se llama, bueno uno ahí. Y las prendas que usa... ¡uy! Un día alcancé a ver un cuadre total de ventas. ¡Era astronómico! Siempre he imaginado su casa: un amplio recibidor, muchos cuadros bonitos, una decoración minimalista, el piso de mármol blanco… Además él se ocupa de nosotros. Un día uno de los muchachos se cayó y lo enviaron al Fondo. El jefe siempre nos da un bono de Navidad en cupones de 20 por ciento de descuento para ser redimido en compras en la misma compañía y lo acompaña además con una tarjetita de Navidad de un Santa Clós bien bonita. Aquí se venden cosas que en otros países no tienen. La verdad es que les debemos a los americanos que nos hayan traído el pavo, la Navidad, los inodoros… Entre otras muchas cosas... 
En  ocasiones  algunos  compañeros han dicho que deberíamos quejarnos del jefe porque no nos paga horas extra y nos explota. Pero en el fondo hay que admitir que es una persona buena. Del dinero que se recoge entre los empleados, él siempre les compra regalos a los niños pobres. No es mucho realmente, pero algo es algo. Eso es loable y, de paso, le hace promoción a la empresa. Él mismo les escribe una tarjeta donde les desea lo mejor. Es un tipo bien carismático, siempre anda trajeado. Y su esposa sí que es elegantísima. Y muy fina. Tiene un pelo rubio natural fabuloso. Un día vino y vi su cartera Guchi, y por supuesto que no era de imitación. Yo me atreví a hacerle un comentario sobre la cartera. Y me dijo que la había comprado en Roma. Ay, algún día espero  tener  esa vida… Imagínate: Roma… Eso es allá por Australia o algo así, bueno, no sé, pero es lejos. Cuando ella viene, yo la trato con mucho respeto y busco a alguien que le cargue los paquetes. Alguno de los empleados parceleros esos, de los que no tienen mucha educación y que contratan no sé para qué. Siempre que puedo les recuerdo que deben agradecer el trabajo que tienen. Por lo menos se les da una oportunidad. Porque, de otra manera, continuarían en los barrios horribles esos de donde vienen y nunca saldrían de ahí.
Bueno, ya debo acostarme. Mañana me espera un día fatal. Probablemente estaré en la maldita caja registradora esa por más de 10 horas. Como es Navidad, la gente anda como loca, comprando a última hora. Maldito trabajo. Ojalá encuentre otro pronto.

Cuento: ¿Qué le pasa al Pato Donald?


¿Qué le pasa al Pato Donald?
Juan Carlos Rueda
José L. Sierra

Si puedes soñarlo, puedes hacerlo; recuerda
que todo comenzó con un ratón.
Walt Disney

1

Cuando despegó de madrugada el avión de Spirit rumbo a Orlando, Francisco Javier sintió un cosquilleo repentino en el estómago: era temor. Como para relajarse, levantó sin pensarlo la tapa que cubría la ventanilla y miró hacia afuera. Nada. Solo nubarrones oscurísimos y una ligera llovizna. No se veía ni una sola estrella. Ojitos de las estrellas, de pestañitas inquietas, ¿por qué sois azules, rojos y violetas? Recordó de pronto los versos de Gabriela Mistral que había memorizado cuando niño. Suspiró y se echó hacia atrás en el asiento. Con los ojos cerrados y lo más cómodo que pudo en aquellos asientos estrechos y económicos, trató de dormir, pero se  vio de pronto en la Universidad, en uno de los cursos de actuación de Dean Zayas. Ese día les tocaba a todos representar frente al grupo una escena. Él se había decidido por el viejo solterón don Perlimplín de Lorca. Al profesor le gustó mucho su caracterización: Ya muerto, lo podrás acariciar siempre en tu cama tan lindo y peripuesto sin que tengas el temor de que deje de amarte -recordó la línea-. Él te querrá con el amor infinito de los difuntos y yo quedaré libre de esta oscura pesadilla de tu cuerpo grandioso. Tu cuerpo, Belisa... que nunca podría descifrar... Siempre le había llamado la atención el título de esa obra: Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín. Siempre le habían interesado el teatro y la actuación. Y siempre se aprendía cuidadosamente las líneas. Y bien por ti, Francis -pensó-, porque sus amigas aquella tarde olvidaron por completo el guión de Bernarda Alba y no les quedó otro remedio que improvisar. “¡Lorca es único, es prodigioso, es especial! ¡Lorca es Lorca y con él no se juega!”, había terminado diciendo casi a gritos Dean mientras Angustias, Magdalena y Amelia corrían despavoridas a sentarse.
Se volvió a acomodar en el asiento y recordó también la noche penosa en que sufrió el ataque epiléptico en el teatro, justo antes de comenzar Casa con dos puertas mala es de guardar. El desplome, los espasmos, la rigidez y el susto infinito de todo el mundo porque a nadie le había hablado de su condición. Suspiró de nuevo, nervioso, y buscó en el bolsillo del asiento delantero alguna revista  para ojear.  Nada. Solo  las  dichosas instrucciones de cómo ponerse el salvavidas en caso de una emergencia. ¡Guárdanos, Señor! Cerró los ojos. Espero que Luisito esté en el aeropuerto esperándome cuando llegue a Orlando. (Luis Rivera Pérez, su primo hermano, un soltero enamoradizo de treinta años que lo había invitado a venir a Orlando de visita.) Ven a verme cuando quieras, mano. Y si algún día te cansas del trabajito ese de la panadería, pues igual te puedes mudar acá conmigo. Yo te puedo ayudar a conseguir algo acá, en los parques. Mira que medio país se ha venido ya… ¿Cuál es la capital de Puerto Rico? Ja, ja. San Juan no es… Te va a gustar, ya verás… Y además estoy necesitando un roommate, sí… Pero alguien responsable. No como la rata esa que vivía conmigo. ¿Quién? Un tipo ahí de Caguas… Mano, era de lo peor. Nunca pagaba a tiempo: un excusero malo… Entonces repasó las líneas que ya había memorizado para decirle a su primo: Creo que me voy a quedar acá, Luisito. ¿Todavía está la oferta en pie? Te puedo ayudar con la renta y los gastos de la casa. Las cosas allá están muy malas... Además, me hace falta cambiar de ambiente… Su mamá no había estado muy de acuerdo con la idea, pero con un bachillerato en teatro no había mucho que hacer.
Miró de nuevo hacia afuera. Oscuridad. Don Perlimplín, marido ruin, como le mates… te mato a ti. Cerró los ojos e intentó quedarse dormido.

2

-¿Yo, disfrazado del Pato Donald? Ay, no sé, Luis. No me convence esto. Yo había pensado en un trabajo mejor. No estudié para esto. Tengo un bachillerato...
-En teatro. Además, es solo por un tiempo. Mano, por algo tienes que empezar. Y no es tan malo... No vas a tener que trabajar tres o cuatro horas para que te den un descanso, como a todos los demás aquí. A mí me pagan por saludar todo el día. Me paran en alguna parte de Epcot y saludo, saludo, saludo. Todo el día sonriendo con cara de idiota. Y haciéndome el simpático y buscándole conversación a la gentuza esa que viene aquí. Y mintiendo todo el tiempo en mi inglés Mickey Mouse. Sí, porque después de preguntarles de dónde son, les hablo de lo mucho que disfruté visitando su país. Yo, que al único sitio al que he viajado es aquí, a Orlando. Pero ustedes no. Los personajes salen a saludar, posan y firman libros durante media hora y luego recesan y descansan. Y después los trasladan también a los hoteles, donde descansan de nuevo, se visten y salen otro ratito. Okey, el disfraz pesa un poco y a veces es caluroso, pero por lo menos no apesta ni nada. Y, ¿quién sabe? Quizás después te den el papel del Príncipe de Blancanieves…
-Con este colorcito y este pelo rizo y este culo caribeño, no creo. 


3

Es verano. Y los turistas de todas las naciones y pueblos, colores y estamentos sociales se agolpan en las entradas de los parques temáticos de Disney. Porque son los parques que despiertan los sueños y traen alegría, avivan la magia y felicidad de grandes y chicos (a unos precios muy módicos). Sus testimonios hablan por sí mismos: La alegría de ver a mi hijo sonriendo en el “Magic Kingdom” vale más que mil palabras y valió también el sacrificio y los prestamitos que hemos hecho para volver una y otra vez... Jamás imaginé que podría pasar mi cumpleaños en Disney, un sitio verdaderamente fascinante... Todas las mejores emociones reunidas en una sola… ¿Nuestros hijos? Felices con el ratón Mickey en el lugar más feliz del mundo. Quieren mudarse a Orlando…

¿El lugar más feliz del mundo? Mierda. Yo estudié para ser actor. Para hacer teatro. (Y quizás algo de televisión, ¿por qué no?) Pero definitivamente no para esto. Y todos mis profesores que me decían que tenía talento… Y mírame aquí, tan pendejo, como si me hubieran lavado el cerebro, haciendo más rico al Tío McPatoY si por lo menos fuera Pinocho o Mickey, pero Donald… ¡Me cago en el ratón, en el pato y en toda su raza! Además, todos esos que se sacan una foto no me quieren a mí, quieren al maldito pato… ¿Y por qué carajo sonrío tanto cuando los niños vienen a tomarse fotos? Nadie me ve la cara…
Esa breve mañana “feliz” del caluroso verano de Orlando, Francisco Javier, abrumado por tanto niño a su alrededor y tanta sonrisa enmascarada y tanto calor, comenzó a escuchar que sonaban flautas. Metido en su personaje -literalmente- y muy mareado, recordó de pronto los duendes de la obra de Perlimplín. Duendes que deben ser niños, había apuntado Lorca. Duendes que salían de aquí y de allá y corrían por todas partes y le sonreían  al  Pato Donald, que era él, Francisco Javier Pérez, orgulloso representante del barrio Salto Arriba de Utuado, Puerto Rico. Duendes que lo tomaban de la mano y le decían, burlones: ¿Cómo te va por lo oscurillo? Y sin que él tuviera tiempo de responderles, le gritaban a coro: ¡Ni bien ni mal, compadrillo! Entonces el desplome, los espasmos, la rigidez y el susto infinito de todo el mundo porque a nadie le gustó que el mismísimo Pato Donald en persona perdiera la compostura y se revolcara tristemente por el suelo. Mommie, mommie, what’s wrong with Donald Duck?, gritaba un niño de seis años que comenzó a llorar frenéticamente mientras la gente se arremolinaba espantada. Mommie, he’s dying, he’s dying…!

Cuento: Banquete total


Banquete total

Juan Carlos Rueda
para Benny Frankie Cerezo

          Comencé mi meteórica carrera política pasquinando por calles y barrios en mi humilde pueblito, ayudando a colgar cruzacalles, a cargar bocinas de sonido en las tarimas y mítines políticos, escribiéndole los discursos al alcalde y acompañándolo en sus actividades, caravanas y visitas a campos y urbanizaciones. Como líder juvenil del Partido fui muy popular. (Bueno, popular entre la gente, quiero decir…) Era solo un chamaquito. Tan ingenuo… Y hasta algo noble. Qué tiempos aquellos que ya no volverán…
Entonces, como el pueblo (la base del Partido) me quería -era simpático además y bien parecido y con rostro angelical y fotogénico y esto último no viene nada mal, de hecho, es cada vez más importante en estos quehaceres-, me empezaron a sugerir que me tirara, que corriera para alcalde. (Las viejitas me adoraban.) Si les digo que no lo consideré, estoy mintiendo. Pero a mí no me interesaba la poltrona municipal de mi pueblito. Yo quería más. Yo quería llegar a San Juan.

Extraño el mar... Me gustaba sentarme ratos largos, solo, en la playa, a pensar y a sacudirme el alma de tanto guindalejo inútil que cargamos a veces. (Aquí no hay mar.) Extraño también la política, no lo voy a negar. Los mítines, los almuerzos, los automóviles de lujo, que te llamen honorable y que todo el mundo genuflexione a tu paso… Las llamadas  a  la radio,  las  entrevistas  de televisión, las conferencias de prensa, ver tu nombre y tu foto en los periódicos continuamente, el estar en boca de todos, las discusiones no serias sobre el estatus político de este bendito país… Ay, el estatus, el estatus… Ese trapo colorao que legitima todo esto y con el que se atrae a las masas irracionales cada cuatro años, como el torero atrae al toro; a esa gente del corazón del rollo que vota por nosotros no importa qué. Gente leal al Partido porque sus padres también lo eran. Sí. Así es. Y acá entre nos, eso del estatus no debe resolverse nunca. Uy. Sería el fin de los partidos y los carreristas políticos que administramos y repartimos el bacalao. No. No es lo mismo llamar al diablo que verlo venir. Mejor sigamos con la pachanga y repartiendo contratos y dinero a los amigos y regalando neveras a los pobres  y  divididos  en  tribus y
no hablemos ni resolvamos los grandes problemas reales que tenemos. Sí. Sigamos con tanta farsa y tanta mentira burda y tanta fábula de circo y tanto pronto seremos grandes y felices, seremos otros, señoras y señores, pueblo de Puerto Rico, nunca más ciudadanos de segunda sino iguales a los americanitos rubios, coloraos y bautistas que son sin duda nuestros socios y amigos, los conciudadanos  del Norte, de la Gran Corporación Americana... Ay, este oscuro pueblo sonriente… Un montón de negros pobres, vulgares y bocones que ni siquiera hablan inglés y quieren ser Estado. Y los americanos esperándonos con los brazos abiertos. Sí, Pepe...
         Perdonen el discurso. ¿En qué nos quedamos? Ah, sí. Pues les decía que quería llegar a San Juan. Esa era mi meta. Y ser un político reconocido. Así que me vine a estudiar a Río Piedras. A principios de los ochenta. Aquellos fueron años difíciles, sí. Años de  Fuerzas de Choque contra los izquierdistas (esos anormales que desestabilizaban la Universidad y el país), armas largas y macanas, Cerros Maravillas, motines, caos, tiros, bombas y piedras. Realmente para mí la experiencia universitaria allí, en la Universidad, fue sumamente difícil y desagradable. Porque,  además  de  todo aquello,  yo atravesaba
en ese momento por el difícil proceso de adaptación a la vida universitaria. Yo, que venía de una pequeña escuela privada con clases en inglés, llegué en carro público una mañana a ese extraño mundo de la UPR, donde todo era español y se hablaba sin parar de socialismos, sexismos y todos los ismos. En realidad mi anhelo era estudiar en una universidad de Estados Unidos, pero mis padres nunca quisieron que me fuera y me tuve que conformar con estudiar en la UPR. Con el pasar del tiempo aprendí a amar la vida universitaria, pero reconozco que la experiencia de la huelga esa en mi primer año me traumatizó. Fue también la época de las elecciones más reñidas de la historia de Puerto Rico, como les llamó nuestro gran líder. Sí. El que se impuso por solo 3,037 votitos en 1980. Eso a pesar de los rumores del fraude de Valencia, la extraña caída del sistema de energía eléctrica, el vaciado de listas, el voto por primera vez de confinados y pacientes mentales y la votación por separado de los policías (que fueron obligados a hacerlo abiertamente y frente a sus superiores), etc., etc. Nada. Pajitas que le caen a la leche.
Entonces, después de graduarme con dificultad de la universidad (no de la UPR sino de la Universidad Mundial,Q.E.P.D.), me
convertí en Ayudante del Presidente de la Cámara de Representantes. Esto gracias a mi trayectoria y servicio fiel al Partido. Y a los muchos traseros que besé. (Y ahora que me acuerdo, me asaltan de pronto las náuseas.) Pero aquellos años en la legislatura fueron de mucho aprendizaje. Sí. Fulgurantes medidas legislativas... Grandiosas leyes y resoluciones que cambiaron para siempre la historia de este sufrido país...
Fue cuando, muy resuelto y animado por mis compañeros y las varias noviecitas que tuve, me decidí a correr como legislador. Entonces, para sorpresa de muchos ¾especialmente la mía¾, resulté electo por primera vez a la tierna edad de 25 años. Luego fui electo una y otra y otra vez en todas las elecciones, convirtiendo el chijíchijá político en una lucrativa carrera. Porque así es esto: matricúlate en un partido político y conéctate con la gente correcta y ganarás miles y miles, cientos de miles. La danza de los millones. El banquete total. Y por supuesto que en el mundo real, el de verdad, el de allá afuera, jamás hubiese ganado una cantidad semejante de dinero. ¿Yo? ¿Con mi bachillerato raspa cum laude en Sistemas de Justicia? In my wildest dreams.
        Líder de la mayoría, portavoz de mi Partido en el Senado (también fui senador), presidente de importantes comisiones, etc., etc. ¿Qué no fui? Y todavía seguiría allí si no hubiese sido por esos puercos federales y sus 21 cargos de fraude, conspiración, soborno y lavado de dinero; acusándome vilmente de haber articulado un esquema de extorsión y corrupción pública durante años, de tener empresarios que le aportaban a mis bolsillos grandes sumas de dinero y pagaban mi vida de pequeños lujos y excentricidades sin importancia a cambio de favores políticos…  Así me arruinaron.  Mancharon para siempre mi reputación, afirmando que yo aceptaba regalos, dinero en efectivo, viajes en aviones privados, cenas en restaurantes de lujo y que  amenazaba descaradamente a esas personas diciéndoles que ejercería mis influencias como legislador para perjudicarlos o beneficiarlos...
Pero ya verán. Yo voy a escribir un libro en el que contaré todo como realmente pasó. Y que pondrá a mucha gente a temblar… Sí. Porque mis valores cuentan. Y la corrupción tiene nombre y apellido. Y es larga la fila de colegas con tajureos y asociaciones con gente del bajo mundo, robos, prebendas, sobornos, extorsiones, fraudes, nepotismos, uso de drogas y sustancias controladas,  irregularidades
en sus planillas contributivas, amantes y escandalillos sexuales, malversaciones de fondos públicos, tomas ilegales de agua y luz, etc., etc., etc.
Ya tengo el título del libro.
Se llamará: Los honorables. O algo así.
Para mí ya todo está perdido.
Solo me queda recordar tiempos mejores y escribir…
Esto de la cárcel me repugna.


Cuento: Mírame a los ojos Felipe y dime, ¿qué diablos está pasando?


Mírame a los ojos Felipe y dime,
¿qué diablos está pasando?


Juan Carlos Rueda
José L. Sierra


1

Nos conocimos por Internet. Estuvimos chateando un tiempo y luego nos vimos en persona. Desde el primer momento me gustó mucho el tipo. Tenía un cuerpazo espectacular… Era muy guapo. Fuimos a comer y hablamos mucho rato ese día. Me pareció una persona muy interesante. Entonces comenzamos a salir y a conocernos. Y en la cama había mucha química…
Felipe, nombre que no es el verdadero pero que usaré de aquí en adelante para protegerlo, no sólo tenía un cuerpazo espectacular. Era también muy inteligente y conversador. Nunca antes había salido con alguien tan atractivo e interesante. Además, era muy trabajador. Él me había dicho que laboraba en un hotel, mayormente en las noches. Yo nunca le pedí un número ni lo visité en su trabajo. No tenía razones para desconfiar. Todo parecía andar bien hasta que me di cuenta de que Felipe recibía llamadas extrañas continuamente.
Un  día, recién cumplidos los nueve meses de pareja, el celular de Felipe se quedó sin batería y me pidió prestado el mío para hacer una llamada rápida. El número se quedó registrado. Cuando llegué a mi casa, desconfiada, le envié un mensaje de texto al número al que había llamado mi adorado tormento: Hola. Es Felipe. Inmediatamente me contestaron: Hey. Te estoy esperando. A las seis, ¿verdad? Yo le dije entonces: Disculpa pero no podré llegar. Será otro día. Me respondieron: ¿Cómo que no puedes venir? ¡Te estoy esperando, papi!
Estaba furiosa. Como agua pa chocolate. Estos hombres cabrones. Siempre con sus nebuleos y sus engaños. Mientras pensaba estas cosas, mi celular comenzó a sonar. La llamada provenía del numerito. No contesté. Luego llegó otro mensaje: ¡Yo he probado con otros, pero tú eres el mejor!
Me quise morir.


2

-No trabajo en un hotel. La verdad es que ofrezco servicios sexuales -me dijo nervioso, después de confrontarlo largamente-. En ningún fast food haría tanto dinero como en esto.
-¿Tus clientes son hombres o mujeres? -fue lo único que se me ocurrió preguntar.
-Hombres.
Mi novio es puto, pensé. Y, además, se acuesta con hombres… De nuevo, me quise morir. Sus ojos estaban vidriosos, como a punto de llorar. Los míos también.
-No soy homosexual, a mí me gustan las mujeres. Siempre me han gustado -me aseguró aquella tarde-. Y he tenido mis novias. Pero ninguna de ellas ha sabido nunca lo que yo hago de noche. Ninguna ha sabido lo que está pasando. Excepto tú. Aunque eso de acostarse con hombres… Las primeras veces estaba alcoholizado o fumaba marihuana. Después uno se acostumbra...
-Pero, Felipe, es un trabajo riesgoso, especialmente en cuestión de salud -le dije.
-Yo siempre me protejo. Mira, la mayoría de los clientes lo que quieren es sexo oral o penetración. A mí realmente no me gusta que me penetren, pero he tenido que hacerlo. Si me ofrecen más de 200, pues se negocia. Pero siempre usamos condones.
No se dijo más nada en aquella mesa. Yo estaba decepcionada, sorprendida. Furiosa. No había sido sincero conmigo. Y con lo mucho que yo odio el engaño…
Entonces cada quien se fue para su casa.


3

No nos dejamos. No. En realidad, lo perdoné. (Mucha química en la cama...) Después de eso decidimos mudarnos juntos.
La situación económica estaba difícil. Por eso, al tiempo, yo también acepté el negocio. Y ahora colaboro con él. Le tomo las fotos, le coordino las citas y le pongo sus anuncios en Internet. A veces hemos hecho nuestros tríos con clientes bi. Y la de gente famosa que hemos atendido: políticos, empresarios, artistas… Hasta un actor de Hollywood que vino acá a filmar una película…
Felipe volvió a la universidad. Yo lo motivé para que siguiera estudiando.   
Necesitamos el dinero. Y en este país hay que sobrevivir. Hay que pagar la casa, las cuentas, los estudios, la vida.


Cuento: A mí todavía me interesa la ternura



A mí todavía me interesa la ternura


Juan Carlos Rueda

Como hoy hace un día bonito y brilla el sol, he decido ir a asesinar a mi novia. La mataré fría e impunemente en su trabajo, delante de todos, a las tres en punto de la tarde. (A esa hora es más fácil: ella toma su break de quince minutos en la tienda de zapatos donde trabaja.) Me le acercaré dulcemente -como siempre- y la tomaré por un brazo. La sacaré al pasillo y allí le cuestionaré, en voz alta y sin ningún sentido de la discreción, por qué lo hizo, por qué me pagó así si yo la quise tanto, si yo dejé de ser mío para ser de ella, si yo soñé con un futuro lleno de cosas buenas para los dos. Ella me sonreirá, fría y calculadoramente -si no la conoceré bien a la hija de puta-, me dirá que no sea ridículo, que todo se terminó ya entre nosotros, que la deje en paz, que tenga dignidad y aprenda a aceptar que soy un derrotado, que nunca haré feliz a nadie. Yo me enfureceré, la abofetearé frente a todos. La gente se arremolinará alrededor nuestro y alguien se meterá para defenderla, intentará sacármela de encima mientras yo, ciego de amor, le partiré el bautismo a ella y a todo el que  se  meta.  Luego  dos  hombres  altos  me agarrarán, uno por cada brazo, y yo me zafaré inexplicablemente; entonces, antes de que aparezca la policía, habré sacado del pantalón el arma de fuego y le habré disparado a la infeliz tres veces para asegurarme de que se entera de lo mucho que la quiero y de que conmigo, que soy todo un hombre, no se juega así. La sangre salpicará a los curiosos. Ella la vomitará por la boca y se desplomará al instante. Morirá cuatro minutos después, antes de que lleguen los paramédicos. Todo ocurrirá a las tres en punto. Ya debo apresurarme y terminar de vestirme. Son las dos y trece…


Cuento: Regresé los cuchillos a su lugar

Regresé los cuchillos a su lugar

José Luis Sierra


1

Durante mucho tiempo intenté salir de esa relación. Pero le tenía temor a su reacción, a cómo se pudiera tornar él. Y cuando pensaba que todo este infierno había terminado, comenzaba otra vez. Entraba a mi casa mientras dormía. (Eso me decía.) Luego me aseguraba que podía matarme en mis sueños…
Mis días se consumían entre persecuciones, intrigas, perdones y luego más insultos. Me agredía el ánimo, me torturaba con decenas de mensajes de texto y llamadas. Mi concentración se afectaba muchísimo. Mis amistades me aconsejaban: ve por otra ruta al trabajo; sal a diferentes horas; estaciónate en otro lado; esconde los cuchillos de la cocina;  cuando  conduzcas,  fíjate  en  el carro de atrás. De algunos de sus consejos me acordaba, pero de otros no. Eran demasiados y yo no podía recordar muchas cosas. Ellos intentaban ayudarme pero estaban siempre lejos y ocupados con sus cosas.
A veces no podía ni sumar 15 más 15. El número que me venía a la cabeza era 45. Sabía que no era 45 pero no podía recordar el maldito 30. A veces me levantaba y veía las cosas fuera de sitio. Me asustaba mucho, pero luego me daba cuenta de que había sido yo misma quien las ha movido. Pero no quería alterar más a mi familia. Él ya se había encargado de eso con sus insultos, sus persecuciones, sus desmanes. Para efecto de ellos, yo estaba manejando bien la situación. Tenía que trabajar. No es posible decirles a todos lo que pasa, me daría vergüenza. Mi jefe está muy ocupado, quizá vería debilidad en mí si le cuento. Además tenemos reuniones importantes y no lo he podido ver en privado.
Me encerraba en una casa hermética, cualquier ruido me alteraba. La otra noche escuché de pronto pequeños golpes en la ventana… Pensé que estaba ahí de nuevo, que era otra forma de tortura… Apagué todo. Luego de un rato en la oscuridad, me sentí tonta porque me di cuenta de que el ruido lo causaban insectos que chocaban contra la ventana. Y volví a prender las luces. Todas las luces de la casa. Toda la noche…
Sólo quería que esto terminara. Enfrentar esta situación era cada vez más difícil. Llegó el momento  en  que necesitaba liberar
me, así que me rendí. Regresé los cuchillos a su lugar, ya nada importa.
El cansancio era cada vez mayor. Hasta ayer en la tarde...


2

Esta mañana he leído en Primera Hora: Para sorpresa de toda la familia, Alfredo López Torres mató ayer de cinco balazos a su esposa, Minerva Vázquez Jiménez, y luego se quitó la vida en la misma casa. La mujer murió en el acto, sufriendo disparos en el pecho, el rostro y la espalda…

        Ahora ya todo Puerto Rico lo sabe.

Cuento: El hombre que discutía con dios


El hombre que discutía con dios


Juan Carlos Rueda


          Primero murió su hija en un accidente automovilístico. A los pocos meses, su esposa también murió, víctima de un cáncer de mama. Finalmente, su hijo menor se entregó por completo al vicio de la droga. Todo en menos de dos años. Todo tan de repente. Y el pobre hombre no pudo asimilar tantos golpes como del odio de dios. Fue como si el creador se hubiese puesto de acuerdo con un ser maléfico y despiadado para probar su fe. Tantas desgracias juntas y el hombre perdió la cabeza. Cayó en una profunda depresión de la que nunca pudo librarse. Y, ministro doctorado en teología y profesor de seminario como era, un bendito día maldijo a dios y se murió. Bueno, más bien, se hundió en un estado de locura y desesperanza, que es casi lo mismo. Y para completar el cuadro trágico, ya a su edad no tenía familia ni alguien que lo cuidara, por lo que terminó solo, deambulando por las calles.
Hoy se me ha acercado en la plaza para pedirme un cigarrillo. Es un individuo como de sesenta y tantos años. Con una barba descuidada  y  larga  y  un  pelo  canoso que hace
tiempo que no ve agua y jabón. Huele a juicio, a castigo divino. Le acompaña un perro sato y realengo que encontró en algún lugar. El perrito es tan fiel que lo sigue a todas partes y lo vigila pacientemente mientras él se mueve y camina inquieto de un lugar a otro de la plaza que ambos frecuentamos. Cuando el hombre se molesta, agita violentamente los brazos y levanta desafiante el puño mientras grita improperios en un lenguaje que sólo dios y él conocen, mirando hacia el cielo con rencor. Es un gran enigma. Este señor siempre me conmueve y me hace pensar mucho.
          Un día alguien se quejó de que el perro estaba flaco porque el viejo no lo alimentaba.  No sé si era cierto del todo. Varias veces yo mismo le di de comer al animalito. De todas formas, la Sociedad Protectora de Animales se lo quitó. Se llevaron al can y el hombre no lo volvió a ver más. Entonces perdió lo último que le quedaba.
           Dicen que era una tarde nublada, de mucho viento. Y que caían unos rayos y truenos contundentes y llovía sin piedad. La plaza estaba vacía, solitaria. Al atardecer lo encontraron muerto. Tendido bocabajo. Sus únicas pertenencias: un collar de perro y una Biblia. Adentro, una foto mía, de mi madre y  de  mi  hermana,  muy  sonreídos  en  una  le
jana navidad feliz.
          Alguien dijo que vio cuando un rayo le cayó en la cabeza.