A mí todavía me interesa la ternura
Juan Carlos Rueda
Como hoy hace un día bonito y brilla el sol, he decido ir a asesinar a mi novia. La mataré fría e
impunemente en su trabajo, delante de todos, a las tres en punto de la tarde.
(A esa hora es más fácil: ella toma su break
de quince minutos en la tienda de zapatos donde trabaja.) Me le acercaré
dulcemente -como siempre- y la tomaré por un brazo. La sacaré al pasillo
y allí le cuestionaré, en voz alta y sin ningún sentido de la discreción, por
qué lo hizo, por qué me pagó así si yo la quise tanto, si yo dejé de ser mío
para ser de ella, si yo soñé con un futuro lleno de cosas buenas para los dos.
Ella me sonreirá, fría y calculadoramente -si
no la conoceré bien a la hija de puta-,
me dirá que no sea ridículo, que todo se terminó ya entre nosotros, que la deje
en paz, que tenga dignidad y aprenda a aceptar que soy un derrotado, que nunca
haré feliz a nadie. Yo me enfureceré, la abofetearé frente a todos. La gente se
arremolinará alrededor nuestro y alguien se meterá para defenderla, intentará
sacármela de encima mientras yo, ciego de amor, le partiré el bautismo a ella y
a todo el que se meta. Luego
dos hombres altos me
agarrarán, uno por cada brazo, y yo me zafaré
inexplicablemente; entonces, antes de que aparezca la policía, habré sacado del
pantalón el arma de fuego y le habré disparado a la infeliz tres veces para
asegurarme de que se entera de lo mucho que la quiero y de que conmigo, que soy
todo un hombre, no se juega así. La sangre salpicará a los curiosos. Ella la
vomitará por la boca y se desplomará al instante. Morirá cuatro minutos
después, antes de que lleguen los
paramédicos. Todo ocurrirá a las tres en punto. Ya debo apresurarme y terminar
de vestirme. Son las dos y trece…
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