El
hombre que discutía con dios
Juan Carlos Rueda
Primero murió su hija en un accidente automovilístico.
A los pocos meses, su esposa también murió, víctima de un cáncer de mama.
Finalmente, su hijo menor se entregó por completo al vicio de la droga. Todo en
menos de dos años. Todo tan de repente. Y el pobre hombre no pudo asimilar
tantos golpes como del odio de dios. Fue como si el creador se hubiese puesto
de acuerdo con un ser maléfico y despiadado para probar su fe. Tantas
desgracias juntas y el hombre perdió la cabeza. Cayó en una profunda depresión
de la que nunca pudo librarse. Y, ministro doctorado en teología y profesor de
seminario como era, un bendito día maldijo a dios y se murió. Bueno, más bien,
se hundió en un estado de locura y desesperanza, que es casi lo mismo. Y para
completar el cuadro trágico, ya a su edad no tenía familia ni alguien que lo
cuidara, por lo que terminó solo, deambulando por las calles.
Hoy se me ha acercado en la plaza para pedirme un
cigarrillo. Es un individuo como de sesenta y tantos años. Con una barba descuidada
y larga y
un pelo canoso
que hace
tiempo que no ve agua y jabón. Huele a juicio, a castigo divino. Le
acompaña un perro sato y realengo que encontró en algún lugar. El perrito es
tan fiel que lo sigue a todas partes y lo vigila pacientemente mientras él se
mueve y camina inquieto de un lugar a otro de la plaza que ambos frecuentamos.
Cuando el hombre se molesta, agita violentamente los brazos y levanta
desafiante el puño mientras grita improperios en un lenguaje que sólo dios y él
conocen, mirando hacia el cielo con rencor. Es un gran enigma. Este señor siempre
me conmueve y me hace pensar mucho.
Un día alguien se quejó
de que el perro estaba flaco porque el viejo no lo alimentaba. No sé si era cierto del todo. Varias veces yo
mismo le di de comer al animalito. De todas formas, la Sociedad Protectora de
Animales se lo quitó. Se llevaron al can y el hombre no lo volvió a ver más.
Entonces perdió lo último que le quedaba.
Dicen que era una tarde nublada, de mucho
viento. Y que caían unos rayos y truenos contundentes y llovía sin piedad. La
plaza estaba vacía, solitaria. Al atardecer lo encontraron muerto. Tendido
bocabajo. Sus únicas pertenencias: un collar de perro y una Biblia. Adentro,
una foto mía, de mi madre y de mi hermana, muy sonreídos
en una le
jana navidad feliz.
Alguien dijo que vio
cuando un rayo le cayó en la cabeza.
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